Irene Benito
Para LA GACETA
MOUNT PLEASANT/RÍO GALLEGOS.- A veces la vida ofrece una segunda oportunidad y es mejor que la primera. Enrique Álvarez puede dar fe de ello porque está regresando de las Islas Malvinas mucho más liviano que cuando llegó, y no sólo porque en el control de salida del aeropuerto de Mount Pleasant le sacaron los pedazos de tierra que había juntado durante el viaje y que pretendía llevar a su casa de Luján, provincia de Buenos Aires. Álvarez comenta esta pérdida con una sonrisa: nada opaca la experiencia que acaba de vivir junto a su hijo Fausto, con quien buscó y encontró la posición de guerra que había ocupado en 1982. Él había imaginado millones de veces ese momento y millones de veces dudó sobre si podría hacerlo realidad. Esa tarea está hecha. Acaba de sacarse un peso inmenso y se le nota: se sienta en la butaca 9E del avión de Latam que en poco más de una hora aterrizará en Río Gallegos (Santa Cruz) y, con las vivencias más que frescas, concede una entrevista aérea.
¿Qué implica volver a las Islas para quienes pelearon en ellas? Para Álvarez, que tiene 60 años, es “un viaje necesario” (LA GACETA visitó el archipiélago con periodistas de otros cuatro países de Sudamérica por una invitación del Gobierno de las Islas Falkland). “Ahora que por fin lo pude hacer encontré la parte que me faltaba para cerrar el círculo. Yo tenía muchas ganas de ir y rendir homenaje a mis compañeros muertos: tranquilamente pude haber sido uno de ellos. Los que quedamos con vida necesitamos rendir un tributo a los que la perdieron. Hay que hacer ese reconocimiento de alguna manera”, acota Álvarez tras ajustarse el cinturón.
Este ex soldado había albergado la esperanza de volver cuando la bandera argentina flameara en el archipiélago, pero un día se convenció de que su edad ya no le permitía dilatar el retorno. Álvarez cuenta que sus piernas le respondieron: caminó y subió montañas, e identificó las líneas de combate. “Tuve la suerte de venir con mi hijo de 23 años (se llama Fausto por Fausto Gavazzi, piloto caído en Pradera del Ganso/Goose Green en mayo de 1982) para que él vea dónde estuve y pudimos localizar mi posición exacta. Fue muy fuerte hacerlo con él, a quien desde chiquito le conté lo que viví, pero nada se compara con ver el escenario. Es una experiencia que a él le va a quedar para siempre, más allá de que su mentalidad es distinta de la mía”, augura. Por las dudas, Álvarez hizo un registro pormenorizado: se agacha y extrae del bolso de mano ubicado bajo el asiento delantero el diario donde anotó sus pensamientos de esta segunda vez en las Malvinas y un ejemplar del libro que publicó con sus memorias de la primera ocasión: “Malvinas. Esta es mi historia” (EdUNLu).
“Papá, ya está, cumpliste”, dijo Fausto a Enrique. Así lo anotó el padre en la entrada del 13 de marzo de 2024.
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“Su atención, por favor, les brindaremos información importante de seguridad acerca de este avión. Les solicitamos seguir las instrucciones de la tripulación, y prestar atención a letreros y señales luminosas…”, dice la voz que habla por el altoparlante del Airbus. Despega la aeronave hacia Río Gallegos, y entre las nubes aparecen los contornos amarronados y accidentados de las Malvinas. El ruido de las turbinas se mete en la conversación con Álvarez, pero él se abstrae y relata que entre los veteranos hay muchas diferencias de opinión en cuanto al regreso a las Islas: están los que no vendrán nunca mientras deban presentar el pasaporte o esté izada la Unión Jack (pabellón de Reino Unido), como sucede ahora, y los que, como él, necesitaban completar el rompecabezas. “¿Viste cuando te falta una piecita? Uno viene aquí a buscarla. Te hablo como veterano de guerra. El hueco que los caídos dejaron en sus familias no se reconstruye nunca”, medita.
Él está empezando a asimilar los hechos de la semana que acaba de pasar en el archipiélago: por ejemplo, el haber tomado conciencia de que, del otro lado de la trinchera, también fallecieron chicos ingleses de 19 años. Álvarez anticipa que va a necesitar más tiempo para digerir el reencuentro y reconfigurar sus recuerdos. Si tiene que definir cómo se siente, afirma que “aturdido”. Pero, a la vez, entero y conforme con la manera en la que enfrentó ese pasado que había dejado esperándolo en el Atlántico Sur. Relata que en 2009 tuvo la oportunidad de viajar con otros 22 ex combatientes de Luján, pero que no lo hizo porque sus hijos eran chicos y él tenía miedo de perder el equilibrio psicológico que deseaba brindar a su familia. “Si quedaba traumatizado, los míos iban a sufrir. Por eso preferí esperar a que mis chicos no dependieran de mí”, manifiesta.
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Álvarez tenía 18 años cuando conoció el Atlántico Sur. No debería haber venido nunca por varias razones. El motivo elemental es que él había ingresado al servicio militar obligatorio en marzo de 1982, un mes antes de que el dictador Leopoldo Fortunato Galtieri anunciara la recuperación de las Islas. “Tuve muy poquito tiempo de instrucción: 30 días. El Regimiento (de Infantería) 3 de la Tablada al que yo pertenecía debía aportar cierta cantidad de soldados y, como algunos no se presentaron al llamado, tomaron a un grupo que estaba en Ezeiza, donde me encontraba yo, y así completaron el cupo. Pero la verdad es que apenas sabía manejar un arma”, refiere.
El 11 de abril de 1982 puso los pies en las Malvinas. Las cosas se complicaron de entrada porque, durante el mes de instrucción, el ex soldado había recibido un fusil automático ligero (FAL) y, cuando llegó a las Malvinas, le asignaron un mortero de infantería 81, que es un arma pesada, y una pistola 9 milímetros. Se vio obligado a familiarizarse con ese equipo en la propia Guerra. A Álvarez lo colocaron a un kilómetro y medio al sur de Puerto Argentino/Stanley. En aquel momento se calculaba que las fuerzas británicas podrían ingresar por allí. “Por eso destinaron muchísimos soldados a ese punto y mandaron menos, en comparación, a San Carlos, que es por donde sucedió la entrada. Al final nosotros pasamos de primera a última línea de defensa. Entramos en combate casi al final, entre el 12 y el 13 junio de 1982… por eso creo que todavía estamos aquí”, razona. Para entonces, Álvarez y sus compañeros sabían que el enfrentamiento bélico se estaba acabando porque ellos no iban a poder resistir el avance de Reino Unido.
“No sólo nos faltaban municiones, nuestro estado físico era muy malo”, comenta el veterano. Y agrega: “no comíamos. Perdimos entre 25 y 30 kilos en la posición. El ánimo era bajo, si bien es cierto que en la batalla se pueden hacer cosas impensables, como que alguien que pesa 60 kilos traslade a un herido sobre un hombro. ¿Cómo se hace eso?”. Lejos de encontrar una respuesta, el reencuentro con las Malvinas amplió el interrogante para Álvarez, quien aún no se explica cómo aguantaron tantos días en una situación tan deplorable.
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Puerto Argentino/Stanley cambió tanto durante los 42 años transcurridos que es casi milagroso que el ex combatiente haya podido ubicar el punto donde pasó la Guerra. Al comienzo, Álvarez se resistía a buscarlo junto con el resto del grupo con el que estaba viajando: quería ir solo con su hijo porque no sabía cómo iba a reaccionar. Pero no pudo contenerse. La ansiedad lo venció y accedió a tratar de localizar su posición en compañía de otros veteranos. “Y así la encontramos. Me dicen que me tiré al piso y que lloramos, pero no me di cuenta de nada. Yo estuve ahí todas las horas de todos los días que permanecí en las Malvinas. No nos podíamos mover. A partir del primero de mayo de 1982, incluso dormíamos en los pozos de zorro y no en las carpitas. Como el suelo es muy esponjoso y húmedo, cavábamos entre 50 y 60 centímetros, y ya había agua. Realmente no había dónde esconderse. Era terrible. Lloviznaba y caía nieve. La ropa se nos pudría. Tratábamos de rebuscárnoslas a espaldas de los jefes. Se compartía lo que se conseguía, pero hubo muchos estaqueos: ataban a los soldados indisciplinados y los dejaban a la intemperie para que escarmentaran”, rememora.
Para Álvarez siguen muy presentes las memorias de las encomiendas con comida que les mandaban sus familiares. Cuando repartían los paquetes, los soldados hambrientos se desesperaban por probar un bocado. “Llegamos a mascar dentífrico para sentir algo entre los dientes”, afirma. Justo en ese momento pasa la azafata con el carrito y pregunta: “¿agua o café?”. Álvarez prosigue su narración y lamenta cómo se desarrolló el conflicto: para él, el golpe letal ocurrió el 2 de mayo, con el hundimiento del Belgrano. “Desde la provisión de la comida, estuvo todo mal pensado”, resume.
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El 14 de junio de 1982, el Regimiento que integraba el lujanense se preparaba para batirse, sin saber que horas después estaría emprendiendo el regreso a casa en el buque inglés “Norland” donde, según relata, fue bien tratado. “Justo antes de que empezáramos a tirar llegó la noticia de que (el ex gobernador argentino de las Malvinas, Mario Benjamín) Menéndez, había firmado el cese de hostilidades. Si hablás de rendición, no se puede seguir reclamando la soberanía. Y nosotros mantenemos el reclamo”, subraya Álvarez. Pero es consciente de que la base militar instalada en Mount Pleasant en 1985 disuade cualquier aventura como la de Galtieri. El ex soldado asegura que la desigualdad de poderío militar y económico existente con el Reino no deja a la Argentina más que la vía pacífica. “¿Viste cómo viven los isleños? Después de la Guerra se enriquecieron. ¿Viste los autos y las casas que tienen? Son casi millonarios”, observa.
Respecto de Menéndez tiene sentimientos encontrados. Por un lado, Álvarez le reconoce que se paró ante la Dictadura y evitó una masacre mayor. Por otro lado, le quedó la imagen de un militar que no se embarró en la Guerra en contraste con lo que, por ejemplo, hizo la máxima autoridad británica en las Islas, el comandante Jeremy Moore. “(Menéndez) salvó la vida a un montón de soldados, pero la diferencia con Moore era evidente. Mientras este estaba todo sucio y cansado por la lucha, Menéndez lucía impecable: nunca fue a una posición, nunca lo vimos. El soldado necesita mandos ejemplares”, reflexiona.
Álvarez está jubilado. Tras pelear en el Atlántico Sur, consiguió un trabajo en un taller de rectificación de motores y, después, se desempeñó como auxiliar de limpieza en una escuela: para él fue fundamental insertarse rápidamente en la sociedad, algo que muchos ex combatientes no pudieron hacer. La otra actitud que lo ayudó es hablar de lo que vivió y pasó en las Islas. A él le preocupa que, en la posguerra, se suicidó casi la misma cantidad de ex combatientes que la que falleció en el conflicto. La tercera pata fue la lucha por el reconocimiento de la misión cumplida. Álvarez detalla que el Gobierno de Carlos Menem habilitó una pensión nacional y que el ex presidente Néstor Kirchner la triplicó. Además, las provincias aprobaron otras pensiones. “El Estado bonaerense también se hizo cargo de los que no tenían trabajo: se podía entrar a cualquier dependencia con un plus salarial”, explica.
La reivindicación económica sirvió en términos individuales, pero no tanto desde el punto de vista colectivo, según Álvarez. El ex combatiente admite que existen divisiones grandes y un largo statu quo. A él, por ejemplo y en particular, le incomoda que lo consideren un héroe porque considera que sólo merecen esa denominación los que cayeron en las Islas. Son dolores que muchos compatriotas no comprenden ni alcanzarían a comprender porque no desarrollaron los sentimientos que él y otros veteranos poseen por este archipiélago ubicado a 740 kilómetros al este de Río Gallegos. Antes del aterrizaje en esa ciudad, Álvarez trata de explicar lo inexplicable a partir de una analogía con los vínculos más preciados que un ser humano puede tener: “para nosotros las Malvinas son como un hijo o una madre porque estuvimos dispuestos a dar la vida por ellas”.